Abro las ventanas y observo, y miro. La ciudad, la carretera, los árboles. Y nada consigo. No soy capaz de escribir: no sé cómo voy a ganar el pan para mí y para los míos.
Tal vez sea que con este último cambio de domicilio me he instalado en una mediocridad en absoluto áurea: desde un sexto piso con azotea abierta al infinito cielo, he descendido a este tercero con sólo terraza enfrentada al ancho horizonte que separa aquél del suelo. Así es corriente que nunca me encuentre con la Musa cuando vuela etérea por las alturas.
Y como ya nunca bajo a la calle de noche, por causa de la inseguridad ciudadana, tampoco me la tropiezo si anda por ahí de bohemia, como antes, borracha, fértil y despendolada.
Tal vez se ha producido un eclipse en mí carrera literaria. Cayó la noche, las estrellas titilan solas en el firmamento. Mi poesía ideal es como aquella luna, llena, redonda: necesita que el sol, inspirador oculto, le proporcione bien de luz para reflejar. Pero entre la una y el otro se ha interpuesto la Tierra Madre. Y, ay, en ella vivo yo.
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